Lo que cuentan las tumbas del cementerio de San Juan



El mes de noviembre trae consigo la celebración de Todos los Santos y de los Fieles Difuntos. Unas fechas que nos invitan a visitar los cementerios, a ese reencuentro con el lugar en el que descansan físicamente nuestros seres queridos. 

Desde hace 231 años, cada 1 y 2 de noviembre los camposantos se convierten en protagonistas de comprometida asistencia desde aquel momento, allá por el siglo XVIII, cuando una Cédula Real de Carlos III, del 3 de abril de 1787, impedía que los fallecidos descansaran donde hasta el momento, cambiando el lugar de enterramiento. Hasta entonces se realizaban en las iglesias parroquiales pero, la falta de higiene en estos enterramientos propiciaba la aparición de enfermedades que se contagiaban rápidamente entre los habitantes del lugar. Y de ahí que el rey decidiese alejar a los muertos de los lugares frecuentados por la población.

Esta cédula establecía que sólo podrían seguir enterrándose en las iglesias a personas de virtud o santidad, o a aquellas que dispusiesen de sepultura propia en el momento de expedirse el decreto real. La obligación de construir los cementerios requería de consenso entre las autoridades civiles y eclesiásticas, ubicando estos en espacios alejados de los pueblos y de donde más riesgo corriese la población de sufrir epidemias.

La isla de Tenerife no estuvo ajena ni a la Cédula Real ni a las enfermedades contagiosas. En 1810, la capital de  Santa Cruz de Tenerife se vio asolada por la peste amarilla, por lo que se delimitó el lugar para el cementerio de San Rafael y San Roque. Le seguiría en construcción el del Puerto de la Cruz, en 1811, y el de San Juan Bautista, en la Laguna, en 1813, aunque se inauguraría en 1814 con el enterramiento, el 4 de julio, de Juan Rodríguez Toste, un lagunero de origen humilde que falleció con 41 años. Al ser el primero en ser enterrado, el cementerio adquirió su nombre, continuándose así con la tradición de reconocer al lugar por el nombre del primer sepultado. El último enterramiento tuvo lugar el 25 de enero de 1983.

Volvemos a noviembre de 2018. Ya ha pasado la fiesta dedicada al recuerdo de nuestros difuntos y los pasos nos llevan a la ciudad de Aguere. Nos adentramos en el cementerio lagunero de San Juan. Los crisantemos blancos y amarillos salpican de tonalidades tumbas y nichos, sustituyendo los pétalos plásticos perennes de todo el año. El olor a flores nuevas contrasta con lo viejo de las sepulturas. 
Quizás por la hora no hay demasiadas personas en el recinto invadido por el sonido que llega de las viviendas cercanas. Un espacio digno de recogimiento y silencio que ha quedado engullido por el desarrollo y la población. 

Es festivo y los peques corretean en los aledaños del camposanto. Huele a café. Y a potaje. Desde las cocinas de esas casas se ve cada tumba, cada sepulcro… 

Intento, sin lograrlo, encontrar la primera tumba, la de Juan Rodríguez Toste. Una señora coloca unas flores en una pequeña jarra. Me acerco y le pregunto. “No sé dónde está enterrado. Ni siquiera sé quién está ahí al lado porque ya no se lee nada. Lo que sí sé es que este lugar está lleno de personas grandes de nuestro pasado, de gente muy importante, y que, siendo un Bien de Interés Cultural, debería estar cuidado y adecentado. ¡Es una lástima! En otro lugar sería tratado como un museo, aquí no…”, me responde. Entiendo la crítica pero callo. Como calla el pasado bajo la tierra y hojas secas caídas sobre las lápidas.

Con dificultad, por su incipiente deterioro, leo en una lápida: “Aquí yace D Fernando del Hoyo Solórzano, Señor  de la Villa de Santiago y Marqués de la Villa de San Andrés. Murió el 16 de abril de 1856. Su esposa e hijos le dedican este último recuerdo.” Intuyo que esta tumba pertenece a un descendiente del linaje español más antiguo en Canarias.

Repaso mentalmente las fechas e imagino a algunos de los aquí enterrados testigos de la abolición de la Constitución de 1812, “la Pepa”. Tal vez, algunos de los cuerpos que aquí descansan fueron testigos de la victoria sobre las tropas de Napoleón, en la Gesta de 1797. Al hilo de lo expresado no es casualidad que el apellido del cónsul de Francia en Tenerife, desde 1816 hasta 1824, Nicolás Alexandre Bretillard, se pueda leer en uno de los dos panteones, el perteneciente a la familia Tacoronte-Bretillard. Una treintena de franceses estaban en la isla durante la guerra de la Independencia. ¡Quién sabe cuántos pasarían de ser prisioneros de guerra a ciudadanos laguneros y allí enterrados…! 

Lo que sí sé es que hombres y mujeres, nombres propios que forman parte de nuestra historia, descansan en el cementerio lagunero de San Juan. Nombres tales como:
Juana Rita Polier y Castilla, condesa del Valle Salazar, e hija de Juana de Castilla, novena nieta del rey Pedro I de Castilla. 
Núñez de la Peña, tío de José Peraza de Ayala y de José Tabares Bartlet (poeta)
Leodegario Santos y López, alcalde lagunero en 1840, durante los meses de noviembre y diciembre.
Narciso de Vera, alcalde de la Laguna entre 1849 y 1850. En 1911 fundó “El Periódico” y en 1932 editó “La Razón”, un periódico que no contó con la simpatía de la clase obrera y cuya imprenta fue destruida por los trabajadores portuarios en una huelga ocurrida en la II República, en 1933.
Alfred Rensonnet, destacado ingeniero director del primer tranvía de Tenerife, inaugurado el 7 de abril de 1901.
Lorenzo de Montemayor y Key, alcalde lagunero desde 1856 hasta 1859.
Juan de Ascanio y Nieves, alcalde la laguna entre 1907 y 1909. Presidente de la Real Sociedad Económica Amigos del País de Tenerife.


Mercedes Machado, una de las primeras mujeres de la isla en lograr licenciarse en Derecho y amiga de Clara Campoamor (a quien debemos el Derecho al voto femenino en nuestro país).

Y así tantos y tantos nombres más de mujeres y hombres que descansan en el primer camposanto lagunero. Miro los nichos. Leo fechas de defunción. Algunas inscripciones me trasladan hasta el periodo de la Guerra Civil española, otras a la II Guerra Mundial.  Rebusco en el ayer, paseo entre las tumbas intentando no caer por las grietas abiertas en el suelo o enredada por la mala hierba que crece desordenada. Leo las tumbas, las legibles.  



Sigo asombrándome al reconocer nombres que ha parido nuestra historia. Miro a mi alrededor y ya no hay nadie. Permanezco allí sola, contemplando la Historia, entre tumbas que hablan de nuestro pasado.


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