Encuentro de cuento


 

Abrió aquel regalo envuelto en papel de corazones de colores. Desató suavemente la lazada roja que rodeaba el pequeño paquete rectangular. 

Expectante...



A su llegada al aeropuerto, justo al abrirse aquella puerta automática que separaba la suposición de la realidad, le buscó entre la gente.

Pero volvamos al momento anterior al aeropuerto y al regalo. 

Un poco antes, en el avión, ella soñaba con el encuentro. Por fin se iban a conocer fuera de la pantalla. Por fin la tridimensionalidad del espacio, del aquí y ahora, daría forma a sus cuerpos. Se lo imaginaba un poco más alto que ella, no demasiado ancho, pero sí fortote. “¡Al menos tendría pelos y dientes!”, se dijo sonriendo hasta con un poco de picardía.

Se conocían de internet desde hacía algún tiempo. Hablaban telefónicamente a diario. Pero era la primera vez que estarían lo suficientemente cerca como para percibir el calor corporal. “¿Y si huele mal? ¿y si su piel es áspera y arrugada? ¿y si se depila más que yo?”, se sorprendió a si misma con estas dudas mentales, reprimiendo la carcajada que se desataba en su garganta.

Entre disyuntivas y posibles certezas, entre burlas y romanticismo, llegó a su destino. El avión aterrizó. Cogió su equipaje de mano y desembarcó. Atravesó el pasillo. Se abrió la mencionada puerta automática y se enfrentó al mundo que la esperaba. “¡Valor y al toro!”, afirmó mentalmente.

Entre la gente que aguardaba vio que alguien la saludaba: era él. Hacía ademán de llamar su atención gritando su nombre mientras, con un brazo en alto, oscilaba de un lado a otro un ramo completamente verde. Se acercó y, con suma sorpresa, descubrió que el ramo era, en realidad, un manojo de berros. Junto a él se enfrentó a los ojos que la miraban.

“¡Vaya, qué sorpresa!, ¡Por fin nos conocemos!”, dijo ella intentando ocultar la mezcla de estupor, bochorno y chasco que la cubría de lado a lado y de dentro a fuera.

“Eres tal y como te imaginaba”, expresó él, recorriendo con sus pequeños y saltones ojos cada centímetro del cuerpo de ella.

La mujer, con el resuello aun galopando entre el pecho, la tráquea y la garganta, reaccionó y contuvo las ganas de correr hacia el avión nuevamente. Le miró, buscó lo que si reconocía y decidió obviar lo que no entraba en sus cábalas. En ese instante él alargó su brazo y extendió ante el rostro femenino el ramo de berros, como quien ofrece un ramo de rosas.

“Cuando me dijiste que eras ecologista y defensor del consumo de verduras, no pensé que fuese tan literal”, aseveró la recién llegada.

“Sabía que te iba a sorprender. Y aún hay otra sorpresa”, indicó, extendiéndole un pequeño paquete (del que hice alusión al comienzo del texto).

“¿Sardinas? ¿Dos latas de sardinas en aceite de oliva? ¿De verdad?”, exclamó ella sin percatarse de los decibelios de su voz, llamando la atención de los allí presentes.

La carcajada de ella se debió escuchar en cada rincón del aeropuerto. “¡Dos latas de sardinas…!”, repitió incrédula. “¡y envueltas y todo en papel de corazones de colores!”.

“Sabía que te iba a sorprender. Este regalo es más de lo que aparenta. ¡Es salud! No son los típicos bombones. Esto es omega 3 y vitamina E, entre otras muchas propiedades. Cuando te dije que te daría lo mejor de mí, mis mimos y cuidados, no te mentía”, puntualizó él, rebosante de orgullo y satisfacción.

Sin duda, la había sorprendido más de lo que esperaba. ¡Y solo había llegado al aeropuerto!

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