Cuento de Finaos


“Toc, toc, toc”, tocaron en la puerta.

Él, entrado en años, interrumpió su cena: unas castañas asadas y un pequeño vaso de vino tinto. Se dirigió hacia la entrada, tiró del fechillo y abrió. En la calle se encontraba un grupo de jóvenes disfrazados de monstruos y machangadas. Él los miró extrañado mientras los peques preguntaron: 

-¿Truco o trato…?

-¿Truco o trato? ¿Qué es eso?, preguntó a la chiquillería que reía, quienes no tardaron en explicarle que se trataba de elegir una opción y regalarles golosinas o alguna moneda.

Aquel abuelo al escucharles no pudo contener la carcajada. "¡Ustedes me están hablando del “Pan por Dios” y de los “Ranchos de ánimas”!, aseveró.  Aquella  muchachada se miró extrañada. ¿Pan por Dios? ¿Qué es eso de ánimas?, preguntaron.

-¿No saben lo que es? ¡Pues se los voy a explicar!, dijo. 
Entonces entró en su casa y sacó a la calle la escudilla con las castañas tostadas y unos cuantos vasos en los que vertió un zumo de uvas (mosto) e invitó a aquellos “fantasmas” a acomodarse, unos sentados en el chaplón de la puerta, otros en la acera y algunos en una piedra colocada estratégicamente al lado de la entrada.

Era una noche tranquila y oscura,  la última de octubre. En aquellas fechas se hablaba de cuentos y leyendas, de miedos, de brujas y difuntos, de misterios y tradiciones…
El aroma de las castañas compartidas, algunos higos pasados  y el sabor del mosto acompañaron la narración del abuelo: “Esta fiesta no es nueva. Antes de que halloween llegara a Canarias, procedente de los países anglosajones, nosotros celebrábamos la Fiesta de los Finados, o Finaos, para honrar a nuestros  difuntos.

Antiguamente era una práctica en la que se reunían familiares, amigos y vecinos a modo de convivencia en una noche peculiar. Se hablaba, se debatía y se comían los frutos de la época: castañas, nueces, manzanas del país (como las reinetas); acompañado todo con anís y ron miel porque ya empezaba a hacer frío. 

Recuerdo a mi abuela -en paz descanse-, como ponía en esos días un plato con aceite y en él flotaban unas mariposas. ¡No me miren así, jajaja! No, no eran de esas que vuelan. Era una especie de velas, unos hilos gruesos recubiertos  de cera que se sostenían sobre una pequeña base de aluminio. Eso se ponía en el plato y ardían hasta que se gastaba la mecha. Mi abuela ponía tantas mariposas como difuntos había en la familia y yo me las quedaba mirando, como hipnotizado.

Los años fueron pasando y  esta costumbre se fue convirtiendo en una fiesta en la que  participaba toda la vecindad. Y por la noche, en algunos lugares de las Islas, salían  parrandas que amenizaban la finada.

En los pueblos y en el campo nos conocíamos casi todos y cuando alguien fallecía nos enterábamos. Unos pocos contaban con dinero suficiente para pagar los entierros pero la gran mayoría no, por eso nos ayudábamos unos a otros y participábamos en el velorio y entierro. Entonces, la casa del muerto se transformaba en el centro de actividad social, lo que se convertía también en una oportunidad para reunirse.

La noche de finados tenía lugar en el recogimiento de la nocturnidad, en la intimidad familiar o del vecindario, en la que hacían aparición los "Ranchos de ánimas", unas parrandas formadas generalmente por hombres que cantaban canciones muy monótonas acompañadas de panderos, sonajos y triángulos. Ellos recogían limosna para aquellas personas o familias que no tenían dinero para costear un entierro digno a su difunto, eran los llamados pobres de solemnidad.

Por esas fechas, los hijos de estas familias pobres pedían por las puertas. Ellos no decían eso del "truco y trato" sino que pedían el "Pan por Dios".  Los vecinos de las casas en las que se tocaba daban mandarinas, castañas, frutos secos…, y respondían “que te lo acreciente Dios”. Con estos alimentos  las familias menos pudientes honraban a los invitados en la noche del velatorio del difunto.
Se reunían todos en torno a una mesa o así, como estamos nosotros ahora, y recordaban a aquellos seres queridos que habían llegado a su fin (finaos). Se contaban anécdotas, chistes y todo aquello que fuese menester”.

Los pequeños se levantaron, era tarde y debían volver a casa.

-Señor, nos tenemos que ir.  ¿Nos da el Pan por Dios?, dijeron. 
-Claro que sí, llévense las castañas y los higos, replicó el abuelo, obteniendo por respuesta de los jóvenes: “Que te lo acreciente Dios”.

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