Con Rosa en el recuerdo, en el Día de las Personas Sin Hogar




A Rosa la conocí la madrugada del 28 de noviembre. Enfundada en una blusa gris y una falda negra paseaba por las calles. De una de sus manos colgaba una bolsa blanca, de hospital, donde intuí que llevaba unas radiografías y un historial clínico.

Iba mojada, despeinada y sucia. Había pasado la noche refugiada en un portal de un edificio abandonado, escondiendo su miedo, su hambre y su soledad ante los vientos huracanados que ponían a Canarias patas arriba.

Su cara desfigurada por el pánico chorreaba, era imposible distinguir el trazo de sus lágrimas de la mugre que le resbalaba de su pelo, empapado por la lluvia constante que caía.

Me tendió la mano y me pidió unas monedas “para tomarme algo caliente”, me dijo. Le pregunté de dónde venía y qué hacía en la calle donde tantos árboles y restos de edificios impedían el paso.

Yo iba a trabajar. La noche anterior nos vimos todos sorprendidos por el paso de la tormenta tropical Delta por las Islas. Cayeron árboles, señales de tráfico, cristales de ventanas. La fuerza del viento destrozó invernaderos y retorció las torres de los tendidos eléctricos. La carpa del circo Chino voló con todo lo que guardaba. Las fuertes rachas destrozaron parte del material que se usaba para la construcción del tranvía. Cayeron vallas de publicidad, cayeron grúas y hasta partes de distintas fachadas…

Y allí estaba Rosa, con sus 80 años, tendiéndome la mano, pidiéndome unas monedas para tomar algo calentito después de haber pasado una noche infernal en un portal abandonado.

No sabía nada de su vida. Solo sabía lo que veía. Un cuerpo frágil, una persona educada, repleta de ternura, en la calle, sola y socialmente desamparada.

Le di lo que llevaba encima para que desayunara. Y continué. Llevaba prisa. Siempre vamos con prisa a todas partes, enfundados en lo urgente y descuidando lo importante…

A unos pocos metros me encontré con una pareja de agentes de seguridad y les comenté mi encuentro con Rosa. Se encogieron de hombros, “es una vieja loca que anda por las calles, ni caso”, me dijeron.

Y ahí quedó.

A las pocas semanas, volví a encontrarme con Rosa y estuvimos hablando un rato. Fue entonces cuando me dijo como se llamaba contándome, además, los avatares de su vida.

Fue feliz y tuvo familia, una familia pudiente y de apellidos conocidos. Uno de sus primos era, incluso, un político reputado. Se casó pero no tuvo hijos. Sí una sobrina a la que acogió en su casa para que no estuviese tirada en la calle. Una sobrina a la que quería y en quien confiaba tanto que puso su casa a su nombre. Una sobrina que aprovechó la caída y larga estancia de su tía en el hospital para cambiar cerraduras y dejarla sin nada.

Parece un cuento, una exageración pero son actitudes que siguen sucediendo.

Vi a Rosa muchas veces más. Unas veces bien y otras mal. En una ocasión la encontré con la cabeza pintada de rosa. Unas jóvenes del albergue municipal, con muy mala sangre, le propusieron un "cambio de look". Con permiso o sin permiso, con el color de su nombre, Rosa, le pintaron los pelos con pintura de puerta. Me lo contó llorando, herida y humillada.

Pasaron muchas cosas y se realizaron muchos trámites a través de los Servicios Sociales, para ofrecer a Rosa una vida lo más digna posible.

Y le perdí la pista durante meses, pero un día de verano volví a encontrarla en la calle. Otra vez con aspecto desaliñado. Tenía la mano tendida pidiendo monedas.

Me acerqué a ella y la saludé con un abrazo. No deseaba volver a verla así pero, me alegré de verla.

¿Qué pasó, Rosa? ¿Por qué has vuelto a la calle, a pedir?

No te asustes mi niña, me dijo. Sigo en aquella habitación alquilada que pago con la paguita que nos dan a los pobres. Tengo una televisión chiquita que me regalaron y como caliente todos los días en el comedor de las monjas. No pido para comer. Cuando extiendo la mano, la gente se para y habla conmigo. Si les pido limosna me miran, me ven y me sonríen. Algunos me dan algo, otros no. Unos se paran a hablar conmigo, de alguna cosa; otros no porque tienen prisa. Pero no importa, me sonríen.

Pasaron los años y la vida me llevó por otros derroteros. No he vuelto a saber de Rosa. A veces, cuando paseo por las calles, voy por allí, por donde la encontré. La busco entre la gente o en alguna ventana, mirando hacia afuera, animada, entusiasmada.

No sé qué habrá sido de ella pero, ojalá, donde quiera que esté la vida -esta o la que sea-, le sonría...

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