Día Mundial Sin Tabaco


Escucho la radio -como casi siempre-, y oigo que hablan del tabaco. Hoy se celebra el Día Mundial Sin Tabaco. 

¡Claro que se consigue!, me digo. 

Miro hacia atrás y recuerdo aquel mes de mayo de hace ya 17 años. Recuerdo aquel momento en el que decidí que aquel sería mi último cigarro...

Por entonces me fumaba la friolera cifra de tres paquetes de cigarros al día, Nada había logrado que lo dejara. Es más, cada vez que alguien me comentaba algo, repetía la misma frase: "Ni me planteo dejarlo porque es que a mi me gusta fumar...", qué engañada vivía.

Claro que no me gustaba fumar. Recuerdo como me ahogaba con el humo, al principio. Como tosía hasta que me salían las lágrimas. Pero me acostumbré y dejé de toser... hasta cuando empecé a toser por las mañanas, ¡Claro, se me calmaba la tos con un cigarrito mañanero...! No me daba cuenta que esa tos era el reclamo de más nicotina.

Ni siquiera cuando me quedé embarazada dejé de fumar. Eso sí, disminuí la cantidad y cambié la marca por una con menos nicotina. Incluso cambié de tabaco rubio a negro... ¡No sé si algún día me lo perdonaré!
Mientras amamanté a mi hijo no fumé ni en su presencia. Ahora, en cuanto salía a la calle sin él, me los fumaba de tres en tres.

Todos los días me despertaba como un reloj, a las tres de la mañana, para fumar. Me levantaba y me iba a la ventana. Una vez que terminaba me volvía acostar y dormía, como si nada. 
En casa tampoco fumaba, sólo en la ventana o en el balcón. ¡Era una auténtica prisionera del cigarro!

No fumaba cerca de mi peque pero, él cuando me abrazaba arrugaba su naricita. Yo pensaba que era un gesto gracioso...

Por entonces era voluntaria de la AECC y visitaba a enfermos en sus habitaciones del hospital. Miro a aquellos años y me crispo al pensar que, tras la visita que hacía a algunos enfermos de Cáncer de Pulmón o de Laringe, lo primero que pensaba era en salir a la calle a fumarme un cigarro. ¡Terrible mi dependencia!.

Hasta que un día, al saludar a un amigo con los dos besos de costumbre, muak-muak, a ambos lados de la mejilla, este se arrugó y retrocedió. De su boca salió una expresión que no olvidaré mientras viva: ¡foss, apestas a tabaco!

Fue como un jarro de agua fría. ¡Me habían dicho que apestaba!

Llegué a casa y, sin proponérmelo, percibí el aroma-peste del tabaco. Olisqueé por todos los rincones. Apestaba a cigarros el sofá, las cortinas, la habitación, mi armario, hasta la ropa de la cuna de mi niño... ¿Cómo era posible que hubiese estado sometiendo a mi pequeño a aquello...?, me preguntaba y me sigo preguntando.

Lo que siguió fue un auténtico maratón de limpieza, tras el propósito de "ni un cigarro más, ¡Qué vergüenza, me han dicho que apesto!"

A la entrada de la casa, en uno de los muebles coloqué una alcancía. La forré con la marca de la cajetilla de tabaco y al lado puse el envase de una colonia de bebé (siempre ha sido este mi aroma favorito, junto con el de césped recién cortado y el de preticor, que es el nombre que recibe la lluvia al caer sobre el suelo seco), 

A partir de ese momento, en aquella pequeña alcancía depositaba el equivalente a lo que me gastaba diariamente en tabaco.

No volví a fumar un cigarro. Tampoco lo sustituí por chicles, golosinas o cualquier otro alimento. Cuando sentía esos irrefrenables deseos de fumar me decía: "es el monstruo de la nicotina que pide su ración y no se la voy a dar. Le voy a dar agua que es más sana y así lo limpia".

Y me tomaba litros y litros de agua.

Casi a finales de junio, recuerdo una fruta, una ciruela. Aquel sabor, aquel aroma, me trasladaba a la niñez. Hacía muchísimos años que no probaba algo tan exquisito. ¡Era increíble aquel sabor! Pero no fue el único. Aquel mes de junio realmente fue el mes de los sabores, ¡todo sabía rico!

Y tanto esfuerzo merecía un regalo. Finalizando agosto y coincidiendo con mis vacaciones abrí aquella alcancía. Tenía suficiente como para pasarme unos días junto a mi hijo en El Bahía del Duque, a cuerpo de Rey.

Durante aquellos días volví a experimentar la sensación de nadar bajo el agua, sin cansarme tanto como el verano anterior.
Mis dientes ya no lucían tan amarillos. La piel de mi cara estaba más viva, más luminosa. Ya había desaparecido aquella marca amarilla de entre los dedos de mi mano. Mi ropa olía a suavizante. Dejé de molestar con mi tabaco a unos y otros.

Nunca he vuelto a fumar, ni siquiera en los peores momentos.

Nunca me han vuelto a decir que apesto.

¡Claro que se puede dejar de fumar y bien vale la vida intentarlo!

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