Escribiendo sobre cartones
El ensordecedor ruido de los aplausos
la puso aún más nerviosa de lo que ya
estaba. A su lado, su acompañante le dio un suave toque en el brazo mientras le
decía efusiva y cariñosamente: “te lo dije, te lo dije, lo has conseguido,
enhorabuena Mayti”.
En su mente confusa se mezclaban los
sonidos, era como un sueño hecho realidad que ponía fin a una vida de
pesadillas.
Miró a su alrededor. Sobre el
escenario, aquella bella mujer de mediana edad, vestida elegantemente con un
traje largo, color ocre, había abierto un sobre y, con toda la parsimonia que
requería el evento, había leído lo que contenía: la obra seleccionada con el
máximo galardón es “Escribiendo sobre cartones”; su autora es Mayti… (Había hecho un silencio, quizás
víctima de la propia perplejidad al leer los apellidos, para después continuar)…Mayti
a Secas.
Primero: asombro. Después de un
brevísimo silencio: aplausos, muchos, tantos que se sintió avergonzada y deseó
salir corriendo del lugar pero no lo
hizo. Su amigo Pablo se lo impidió al empujarla discretamente hacia el
escenario.
Mientras avanzaba bajo la luz
dominante del foco que la vigilaba y acompañaba en su senda hacia la diana de todas las miradas, se recorrió de
arriba abajo como si estuviese
auto-revisándose. No pudo evitar hacer comparaciones con aquellas mujeres tan elegantemente repeinadas y bien vestidas
que observaba a lo largo de aquel pasillo corto pero intenso. Ella, sin
embargo, iba vestida de prestado...
Pablo, tras mucho batallar hasta
convencerla para que acudiese al evento,
finalmente logró que accediera a quitarse los vaqueros y ponerse el vestido
azul que su hermana le había “donado”, uno que ya no le quedaba bien y al que
Mayti podría dar buen uso. Los zapatos, también azules, los había conseguido en
una tienda en liquidación, apenas le habían costado dos euros y, aunque estaban un poquito pasados de moda, entonaban perfectamente con el traje. Su amigo
hubiese deseado engalanarla como a una princesa pero sus recursos eran casi nulos,
apenas cien o doscientos euros al mes fruto de vender chatarra, aunque nadie lo
diría a juzgar por su aspecto perfecto e impecable. Como él decía en demasiadas
ocasiones “donde hubo siempre queda” y así era.
Unos años antes de la espantosa crisis que engordaba ya en el 2007, tanto
Pablo como Mayti se desenvolvían en los
ambientes más distinguidos y selectos de la sociedad. Ambos eran periodistas,
se movían en primera línea de la actualidad, sobre todo política. Raro era que
en una semana no compartiesen desayunos o almuerzos de
trabajo, en los que se comunicaban desde los acontecimientos más escabrosos
hasta sencillos “avisos off de record”…
Unas semanas antes de esa entrega de
premios, Mayti, frente a un televisor atrapado en el interior de un escaparate,
pudo ver aquel brindis de Navidad del Presidente. Recordó como solo dos años
antes ella había formado parte de los invitados en un acto similar compartido
con la prensa y, dos años después, su
cena de Noche Buena se reducía a un triste bocadillo de mortadela que
habían repartido a la puerta del comedor social…
Un día, en ese mismo lugar de
atención a los más desfavorecidos, en los que podían disfrutar bien de una
ducha, bien de ropa limpia o bien de un plato de comida caliente, en ese mismo
comedor se encontró con Pablo. Ella había acudido como casi todas las jornadas,
a las 12 del mediodía. Al ocupar el lugar de costumbre vio como un hombre de mediana edad apenas
levantaba la cabeza, manteniéndola hundida entre los hombros como si una pesada
losa le impidiese levantar la mirada. No necesitaba explicaciones, ella sabía
lo que le ocurría, ni más ni menos lo que le había pasado aquella
primera vez que hizo uso del comedor. Recordó como en aquel momento sentía más
vergüenza que otra cosa y como, en la boca de su estómago, se mezclaba la
extraña sensación de la humillación mezclada con aquella, hasta entonces,
desconocida fatiga del hambre.
No se lo pensó, se levantó de aquella
silla y fue a ocupar el lugar libre al lado de ese hombre. Se sentó a su lado y
cuando él levantó la cabeza, chocaron estridentemente sus miradas. Ella sintió
deseos de salir corriendo hacia un lado y él hacia el otro. Ambos
sintieron una mezcla de apocamiento,
pavor y derrota; ¡qué caprichoso era el azar! habían compartido lo mejor de lo
mejor en los mejores restaurantes, en los mejores hoteles, en las mejores
recepciones y ahora, dos años más tarde compartían comida de pobres y demasiadas penas.
Una vez pasado el primer trago amargo
y ya en la calle, Pablo y Mayti comentaron algunas de las terribles experiencias
y como, una y otra vez, se habían elevado sobre “el lodazal” del desespero
aupados, quizás, a cualquier migaja de ilusión y entusiasmo.
De repente Mayti
recordó que la última vez que se vieron fue en
aquella recepción tras las elecciones, sin poder evitarlo quedaron envueltos
y sorprendidos por las carcajadas de los buenos recuerdos y de las ironías que
el tiempo les había regalado: ¡volvían a
encontrarse en otro reparto de alimentos!
Y pasaron los días y otras
casualidades. Si algo había aprendido aquella mujer es que los lamentos no
servían de nada y que, a pesar de todo, ella seguía viva y con ganas de seguir
intentando ganar al hado tantas veces como fuera necesario.
Desgraciadamente, una compañera suya
no pudo resistir tantos embates. También había sido desahuciada como ella y
obligada a vivir con el cielo como techo; Laura solo tuvo fuerzas para un par
de días; la desesperanza, el miedo a pasar más calamidades y la oscuridad de
las frías noches la llevaron a decidir apagar su vida para siempre…
Pero Mayti a Secas estaba hecha de
otra pasta, también sentía miedo y lloraba cuando ya nadie la veía. Jamás pensó
que se vería como se vio, jamás pensó que haría de tripas corazón para
deshacerse de su hijo y enviarlo a vivir con la familia paterna, evitando así
condenarlo a pasar hambre y frío, como en aquel cuento que a veces recordaba y que
le relataba su madre, en las noches, cuando era una niña. En aquella historia un padre abandonaba a sus hijos en un monte
con la idea de que alguien los rescatase, les dieran de comer y cuanto
necesitasen aquellos pequeños (hermanos de Pulgarcito), pero estos niños del
cuento desafiaban a la adversidad y retornaban a casa, para regocijo de sus
progenitores, gracias a unas piedrecitas que usaban para marcar el camino de
vuelta…su hijo no volvería; ella no quería esa vida para él.
Ella pudo disfrutar de una infancia feliz, cómoda, con juguetes y
sueños. No, su niño no merecía una juventud llena de carencias, de
necesidades y de los peligros de la exclusión, de lo que no podría escapar si seguía con su madre…
Mirar para atrás era muy doloroso más
cuando ese “atrás” era un pasado
demasiado reciente. Los acontecimientos habían sucedido tan rápido que dolían
el doble.
Podría decir, exagerando un poco, que
fue “anteayer” cuando, aún trabajando en aquella redacción, leía o escuchaba
que muchas personas sin trabajo y sin
ingresos rebuscaban en los contenedores de basura, jamás pensó que esto le
pudiera pasar a ella. Nunca en aquel
tiempo imaginó que su simple desodorante se convertiría en un artículo de lujo,
inalcanzable.
Parecía que se trataba de una
pesadilla de la que despertaría en cualquier momento, ¡tenía que despertar!
Pero no, no era un mal sueño. Era su realidad y la de millones de personas más
en distintas calles, en distintos barrios, en distintas ciudades pero con el mismo problema: los efectos de la primera crisis económica del siglo XXI.
Lloraba, ¡claro que lloraba!, de
hambre, de frío, de miedo y de desprecio hacia ella misma por lo que tuvo que
hacer, en alguna que otra ocasión, pensando que con “eso” tendría la oportunidad
para salir de aquel amargo y burlón destino…pero humillarse no había servido de
nada, bueno, sí, había servido para conocer de cerca las miserias humanas de
aquellos en los que había confiado y que, poco más tarde, también cayeron en el sumidero de los efectos de aquella
coyuntura adversa, devastadora.
“Lo que no mata te fortalece”, “de
esta crisis saldremos fortalecidos”, “la necesidad agudiza el ingenio”, “todas
las crisis contienen oportunidades” fueron algunas de las frases que
rebotaban día y noche en su cerebro, sin tregua, hasta
enloquecerla. Finalmente, cuando ya conseguía acallarlas, bajo la luz de alguna
farola, se recostaba sobre los cartones y escribía aquellas historias de las
que parecía escapar mientras adornaba, negro sobre blanco, aquellos folios que había encontrado entre
los desperdicios…Unas hojas que había recopilado su amigo, guardándolas.
Le parecía tener aquel olor
nauseabundo impregnando su olfato cuando el agradable aroma del perfume la
trasladó al recinto nuevamente. Ya en el escenario, saludó a la presentadora,
recogió el premio y sintió que todo empezaba de nuevo, que lo había logrado y
de su boca, dominada por la emoción, solo salió un sincero agradecimiento que
enmudecía su ego y alimentaba su alma…
Precioso, Tere. Me ha encantado este cuento. Cuánta realidad escondida tras una ficción. La realidad de nuestra profesión.
ResponderEliminarGracias, Cristina, por leerme y por tus palabras.
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