Cuando no tienes ni techo ni hogar...

Desconozco si continua viva. Ya han pasado cinco años desde que la vi por última vez y en este 28 de noviembre, Día Internacional de Los "sintecho" me acordé de ella.



Tenía 72 años. La recuerdo flacucha, sostenida por una vieja falda que le bailaba en la cintura y con aquella blusa dos tallas más grande que la suya. 

Cuando me cruzaba con ella, cada mañana, la saludaba con un beso en la mejilla percibiendo como su cuerpo menudo se contraía, en actitud defensiva, repeliendo mi contacto. A mi me daba igual su reacción. Yo disimulaba como si no lo notara, dando por hecho que mañana le ofrecería la misma muestra de cariño.

Lucía, después de pasar todo su vida medianamente tranquila, disfrutando de la compañía de su esposo hasta que la muerte se lo llevó consigo, por caprichos del destino, tal vez, o por ser demasiado confiada con un familiar suyo... perdió su casa y se vio en la calle, con la mano extendida y pidiendo limosna.  Nunca pudo imaginar esa burla de la fortuna.

Acogió en su casa a un pariente lejano, a quien mal vendió su propiedad a cambio de cuidarla hasta el último de sus días. Un día resbaló y terminó en  el hospital, a 70 km de su domicilio, sin documentos de identidad, con magulladuras y una fractura de cadera. Permaneció ocho meses ingresada, durante los cuales no recibió ni una sola visita, ni una sola llamada. 

Recibió el alta hospitalaria. Unas cerraduras nuevas y nuevos propietarios le impidieron entrar a la que creía era su casa.

En sus manos no tenía más pertenencias que una llave sin puerta, una bolsa con algunos artículos de aseo, un historial médico  y una factura de su estancia en el centro.

Todo terminó en una papelera de una calle céntrica de la capital.

Esta anciana, en primera fila, asistió al paso de la cola del Delta por Canarias, el 28 de noviembre de 2005.

Hoy se cumplen 10 años y recuerdo hasta el mínimo detalle del miedo que sentí aquella noche de vientos huracanados. Y ella estaba en la calle, batida por las rachas, empapada por la lluvia y con el corazón congelado por la traición,  la soledad y el abandono.

"A mi no me dio miedo, ¿Qué más tengo que perder si ni dignidad me queda? Tampoco tenía a donde ir ni a quien pedir cobijo..." Recuerdo aún sus palabras.

Me comentó, en una de aquellas charlas en medio de una acera, que algunas noches fue a dormir al albergue municipal pero, según sus propias palabras, "la calle es más segura y tranquila. Iban dos chicas a dormir y decían que me querían poner guapa. Me peinaban y se reían. Me ponían cosas raras en el pelo. Me lo pintaban de colores, rosa, verde... Se burlaban. Me lo lavaba muchas veces pero la pintura no salía. Yo las dejaba hacer porque me daba miedo que se enfadaran y me pegaran. Yo tenía mi casa, mi vida. Cambiaron las puertas, las ventanas, todo. Ahora me dicen que ya no vivo allí y, entonces ¿dónde vivo...?"

Sé que una trabajadora social se hizo eco de su caso y le gestionó algunos trámites que le posibilitaron acceder a una paga que le permitía realizar algunos mejoras económicas en su vida.

La última vez que la vi, por estas fechas, hace cinco años, la encontré en el mismo lugar, mal vestida y con la mano extendida y me dijo:

"Sí, Tere, pido monedas a la gente. Sé que a algunos les da pena ver a una vieja como yo en la calle,  mendigando y, aunque sea por curiosidad, se paran y me dicen alguna cosa... Me hablan, me miran y ya no me siento tan sola. Otros no. Otros me llaman vieja asquerosa. Me escupen o me empujan, pero son los menos y tampoco me aflige porque lo que yo vengo buscando, lo encuentro. Ayer un niño me regaló un caramelo. Iba de manita con su madre. Se soltó y me dio el caramelo. ¡Me dio un sentimiento que no te imaginas!"









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