La odisea de hacer la compra.

Afortunadamente, fui  de esas niñas a las que, cuando se le decía "hoy vamos a dar un paseo" sabía que eso significaba ir a pasear al parque, al centro de la ciudad, a merendar a la montaña más cercana, al campo o a la playa (llevando la merienda a cuestas, claro).

Hoy por hoy, los "paseos" tienen otro alcance, la mayoría de las veces comienzan y terminan en algún centro comercial. y lo más que me extraña es ver como casi, tanto padres como niños, se lo pasan genial, se les van las horas de la tarde o de la mañana en un plis-plas y, normalmente, llegan a casa extenuados, cansados y derrotados, como si hubiesen pasado una jornada de pateo en el monte (¡y no es para menos porque estos centros dan para mucho...!).

Confieso que desde muy pequeña he sentido una verdadera pasión por los supermercados, por pasear entre sus estanterías repletas hasta arriba, de cosas y más cosas.
El pasillo de los enlatados llamaba mi curiosidad, el de las golosinas me deleitaba pero el de la perfumería...ya ese era mi delirio. Me encantaba abrir los botes de desodorante, romper sus precintos y embriagarme hasta casi caer inconsciente de la mezcla de aromas de tanto potingue diferente.
Ahora ya, ir al super es otra cosa...

La peripecia en el supermercado se inicia con la elección del carro. No sé si a todos les pasará lo que a mi pero la aventura  comienza con  la "deseada" monedita, la que me permitirá "rescatar" a ese carro del resto, liberarlo de las pesadas cadenas y conducirlo a mi antojo hacia el infinito y más allá, ¿la tendré en la cartera o no? 
Bien, ha habido suerte y me congratulo, tengo la moneda y me he librado de ir a buscar cambio; la meto en la ranura e instintivamente miro a las ruedas, no sé por qué, pero lo hago como haría Fernando Alonso antes de subir a su fórmula 1 (supongo que lo hace, yo lo haría por si acaso)..

Emprendo mi recorrido hacia la gran aventura y observo en el trayecto a los que vienen y van. Casualmente, entre los  que se enfrentan a la tarea del acopio, observo que son los hombres los que deslizan el carro vacío sobre el brillante suelo, van sonrientes al lado de sus parejas, erguidos y demostrando hasta cierto autocontrol de la situación.
Esta tesitura me provoca una sonrisa, máxime si la comparo con los que ya vienen de vuelta; con el carro hasta arriba, ellos, entre distendidos y empequeñecidos a la vez, se sitúan  al lado de la señora que empuja el carro y, si acaso se atreven a ayudar en el arte de remolcar,  es sosteniendo el artilugio por los laterales. Entonces mi mente se dispara y no, no cavilo sobre tópicos feministas o machistas sino en "esta compró todo lo que le dio la gana y no deja ni al marido que lleve el carro, ¡es mío!". Ante mi absurdo pensamiento me río y desvío la cara hacia un lado como quien no quiere la cosa.

Ya estamos dentro, con todo un paraíso de pasillos y estanterías en los que profundizar y allá vamos.
El primer reto marcado (este es involuntario, como la respiración) es salir con todos los deditos de los pies, en las mismas condiciones en las que los entramos al local, esto sólo se consigue desviando a los desaprensivos que conducen de frente mientras se dislocan el cuello, escrutando las ofertas de los cabeceros y lineales.
Hay que ver como duele cuando te llega al dedo gordo del pie,  la rueda del carro de la señora o señor que está pendiente de la promotora, quien, a su vez, lleva un plato en la mano dando a probar un trocito de queso o el yogurt de moda.
Por cierto, ¿Se han fijado en la  gente que va a degustar esos artículos en promoción?. Se acercan tímidamente, alargan la mano, se hacen con el producto, dan las gracias, y se van mientras lo consumen...¡y se le queda a la promotora una cara de circunstancias!. A veces presiento que ella, desde  su interior, se autocensura esas ganas de decir: "oye que esto no es para que desayunes aquí sino para que lo compres".

Continuo. Llego al pasillo de los enlatados y me asombro al ver que casi todos los clientes miran hacia el suelo, podría pensar que a alguien se le ha caído algo y todos los demás le están ayudando a buscarlo, podría pensar eso si no fuera que sé que es en las partes bajas de las estanterías donde colocan los productos más baratos.  Instintivamente miro hacia arriba, las marcas están perfectas, ni un solo movimiento delata el deseo de los consumidores, ¡ay, esta crisis que lleva a la compra compulsiva  de marcas, más que blancas, transparentes!.

La zona de perfumería ha perdido parte del encanto pero me tienta la risa ver a la gente cómo observa la estantería del papel higiénico. En ese momento acaparó mi atención una pareja muy joven que decide entre si lo compran rojo o naranja...,estuve a punto de decirles: si padecen de estreñimiento el mejor es el naranja que simboliza la actividad, la energía, las ganas...

Por la fruta y la verdura ni me atrevo a pasar, lo dejo para otro día porque considero que esos productos tienen un extra de masaje y, además, ya tengo hambre, así que mejor me voy.
Vuelvo a arquear la comisura de mis labios al aceptar que muchos de nosotros nos pasamos horas en el supermercado, con el fin de tener en casa todo lo necesario y, al final, ese día, después de colocar la compra en la correspondiente alacena o en la nevera, terminamos comiendo un bocadillo de lo que sea, ¡en fin, son las cosas de la vida, son las cosas del querer, que no tienen fin ni principio, ni tienen cómo ni por qué)

Me dirijo a la caja y comienzo a colocar los alimentos sobre la cinta. La cajera me sonríe, la miro a los ojos y presiento que está pensando: "sí, colócala que te vas a enterar..."
Y comienza el sprint y los nervios, la cuenta atrás, ¡qué agobio!. Intentas colocar tu mercancía lo mejor posible pero es inútil, ella sigue lanzándote los productos, que se apelotonan unos sobre otros, sin darte tiempo a embolsar.
Sientes deseos de gritarle: "Muchachaaa párate un fisco, que me tienes agoniada..."pero te callas.
Ella te mira como si adivinara tus pensamientos, le devuelves la sonrisa al borde del infarto. Media compra en la cinta, agolpándose contra la bolsa; ya no sabes donde has guardado los congelados, ni los dulces...lo mezclas, esperas que nada se "escache".
Te vuelve a sonreír y te dice el importe.
"Esta es la mía, te vas a enterar, ahora te esperas a que guarde la compra y si no, no haber corrido tanto", pienso.
 Ella sigue mirándome, impertinente, como a punto de asaltarme y de decirme: que me paguesssss.
Nos miramos. Pongo la última bolsa en el carro, con mucha paciencia saco mi cartera y le pago.

Me encamino hacia la salida, haciendo un esfuerzo por mantener el carro derecho, los pies en el suelo, firmes, entreabiertos, de cintura para arriba en una postura casi prohibida, con cierta inclinación a la derecha, haciendo fuerzas para que el carro circule en sentido hacia la izquierda, ¡Dios mío, ahora sí necesito un hombre fuerte para que empuje el carro!, suplico desde mi yo más profundo, el que ni respira.

Al final, logro dominarlo y entro en consideraciones sobre esto, porque, la verdad, no sé por qué mientras está vacío, su andadura es recta, casi hacia la derecha pero cuando ya está hasta arriba se inclina hacia la izquierda. Me paro, discurro: "Si al final tienen razón, en esta vida todo es política"..


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